Sunday, August 29, 2010

Más allá de loncheras que avergüenzan

No recuerdo muy bien cuándo me enteré de que era diferente.
Creo que fue un descubrimiento de un día, quizás del 18 de mayo de 1991 mientras cenábamos Sheshbarak en la mesa del Paraíso.

Pequeños detalles me decían que había algo de mí que desconocía: mi apellido no era pronunciable por mis maestras, mis dos apellidos eran el mismo, mis cejas eran más gruesas que el común denominador, y mi comida era mucho más rara que la que mis amigas llevaban en sus loncheras.

De niño uno no entiende muchas cosas. Como por ejemplo, que existe un pequeño país en un lugar llamado el Medio Oriente que se llama El Líbano, que tus raíces vienen de allá, que tu papá nació allá, pero tu mamá nació acá y es de padres nacidos allá que decidieron emigrar hacia acá; que todavía tienes familia allá, y que aunque te digan cuántos tíos y primos tienes, sólo lo entiendes cuando a alguna maestra se le ocurre mandarte a hacer un árbol genealógico y toda la familia se reúne en la cocina para descifrar aquel enredo en el que terminas descubriendo, entre carcajadas, que eres prima tercera de tu mamá.

Toda esta información fue llegando poco a poco. Las preguntas de mis amigas me ayudaban aclarar mis orígenes, mi religión, me ayudaban a diferenciar los platos libaneses de los venezolanos. Y a medida que fui creciendo también me di cuenta de que las reglas y los valores que teníamos en mi casa no eran los mismos que los de ellas. En el momento no me preocupó mucho. Por el contrario, me sentía especial por ser diferente. Pero bastó una inyección de hormonas a los trece años para que dejara de ser así.

Mis cejas se convirtieron en una, y un nuevo elemento se añadió a mi pálida cara encima de mi labio superior. Inesperadamente me fui estirando, los pantalones me quedaban cada vez más cortos, y si me descuidaba, mis amigas podían ver por encima de mis medias blancas que mi mamá no me dejaba afeitar, pero yo estaba muy pendiente de que eso no sucediera. Pocas evidencias fotográficas quedan de aquellos años, afortunadamente.

Cuentos de amigos, novios, fiestas y bailes eran el tema preferido de los recreos del lunes. Yo no tenía nada que decir al respecto.

De la casa al colegio y del colegio a la casa. Excelentes notas, cero amigos masculinos, una que otra vez hacía un trabajo en casa de alguna amiga, y muy de vez en cuando asistía a alguna fiesta en la cual me sentía totalmente desadaptada.

En la universidad me permití irrespetar un poco el deseo de mis padres, sentí mucha libertad y logré hacer verdaderos amigos. Logré aprender a querer a sus familias, a sentirme querida dentro de ellas; logré que ellos quisieran y se sintieran queridos por la mía, y llegué a comprender que la visión de la vida no es una sola y que una cultura y una tradición no tienen la respuesta a todos los problemas.

Tuve la oportunidad de viajar al Líbano y darme cuenta de que las tradiciones de mis padres estaban aún más arraigadas que las de mis tíos y ahí fue cuando comprendí que en su afán por arraigarse a sus orígenes, las personas actúan a veces de manera irracional, sin darse cuenta.

A estas alturas de mi vida, a los 25 años de edad, he conocido gente de todas partes del mundo y lo único que he podido constatar es que soy tan humana como cualquiera que se sienta al lado mío en el metro, que no soy más ni menos que nadie, que somos lo mismo, que aunque nos sintamos únicos, al final no somos más que homo sapiens perseguidos por estadísticas, encerrados por fronteras y sumergidos en un trance que no nos deja ver que nos estamos desviando del verdadero sentido de la vida.


Monday, August 16, 2010


al borde de la cama
en abrazo de cuerpos satisfechos
la más inmensa de todas las soledades
la más fiel de mis compañías